miércoles, 8 de octubre de 2008

El personaje sueña con los sueños que tuvo el Che en su última noche

-Quién eres tú, señora, que en mi última hora y entre estas paredes herrumbosas y fatales viene a mostrarse tan serena y bonita, con vestido blanco, amplio y tan liviano, que juega entre sus piernas ante el mísero fluir de mi respiración.
-Soy, Che, la que soy siempre desde los tiempos indescriptos, que viajó sigilosa entretanto las explosiones estelares, que vio desde nuevas cúspides las mutaciones incesantes, que hasta carraspeó y se dobló ante los inmensos campos devastados por la batalla. La que alguna vez dudó de sí misma por pasajeras uniones solidarias del mundo, y que llegó a fastidiarse de su incontrolable pesimismo ante una férrea promesa de amor.
-Ya sé, eres Soledad. La que habita en los corazones, en las miradas ausentes. La que arropa en las madrugadas insomnes. Eres incansable y te impones. Ya ves, te has quedado también conmigo. Pero no pareces mala, aunque tengas cierto parecido con la muerte.
-La Muerte es una amiga desleal y celosa. No tolera que pase demasiado tiempo con alguien. Me lo arranca. Yo estoy hecha de sensaciones, yo vivo aunque me envuelvan arrepentimientos, y aunque me acose la Duda, esa prima pertinaz. Yo aún puedo dar formas a nuevos futuros.
-Pero proyectas para en definitiva multiplicarte.
-Es cierto. ¿Por qué crees que ando con este vestido amplio y suelto? Los hombres vuelven siempre a mí, se cobijan en mí para volver a insistir con sus búsquedas torpes de éxitos y fracasos. Porque mi atracción es mi calma, es el arma que encuentran para resistir, cuando el bullicio desborda. Yo no reino en los cementerios. Allí gobierna la inconvencible Muerte, que nada quiere saber de magias y misterios, que inflexible y paciente elabora prolija sus frías mantas de olvido, con las que cubre y apaga a veces con una dedicación que conmueve senderos que fueron destellantes.
-No reniegues de la Muerte: tú me vienes a ver para prepararle el camino.
-Dirás que para complicarle el camino. La Muerte no da vueltas, ni pretende ceremonias de anticipación. La Muerte es seca porque conoce su poder irrebatible. Y como todo poder supremo no tolera interferencias. Pero si yo estoy aquí es para retardarle un poco su trabajo, mi misión también es que no encuentre débil y tan a disposición a la presa que ha elegido. Deseo este momento contigo Che para que te despejes, para que puedas irte a recostar con Reflexión, una de mis hijas, y desempolves recuerdos, definas si fueron tan ciertos los aciertos y tan culpables los errores.

Capítulo 4: unas líneas

Era el día, y era un viernes. El séptimo día debía ser un viernes, así lo había combinado con el psiquiatra. Al rato pude quitarme la campera. Fausta ya estaba sin anteojos y sus enormes ojeras me parecieron la secuela de un mar celeste en retirada. Tenía menos frío, pero hasta el roce de un microbio me provocaba escozor. La mirada de Fausta me estremecía exageradamente. Prendí la computadora y sentí que las ondas eléctricas podrían introducirme dentro de la pantalla. No moví un dedo hasta el mediodía, y fingí trabajo mezclando inútilmente papeles inútiles. No había llevado nada para almorzar, y Fausta me regaló una manzana. Le dije que la partiera en dos porque en las condiciones en que estaba, una manzana se asemejaba a la explosión de la gula. Ante el asombro de Fausta, me detuve un buen rato a observar una de las mitades como quien observa el pozo infinito de la materia. No podía quitar la vista de ahí: la pulpa se transformaba por segundos en un colchón esponjoso en constante oleaje. Cuando di el primer mordisco ese colchón se hizo de hierro, no pude masticar, tuve una convulsión y escupí. Con el pulso desquiciado, revolví en mi valija hasta encontrar el frasco del psiquiatra y bebí de un sacudón el resto que quedaba.
-¿Estás mal del estómago, Mariano?
-Estoy mal de la vida, Fausta.
Me quedé un rato en silencio, y después le pedí que no se preocupara, que ya se me iba a pasar, que no era nada, que se quedara tranquila, y le dije que iba a ver que las cosas con Luciano se arreglarían, que lo tenía que comprender, que era joven para sufrir tanto, pero que si al final el amor duele no sirve, que de todas maneras el amor pasa, y que no hay que hacer tremendas a las cosas porque el paso del tiempo termina acabando con las cosas, que lo único que demuele es el dolor de muelas, que el amor no debería matar de nada, si es un préstamo de afecto a devolver al corto plazo que dura la pasión, y que hoy me voy a ir más temprano, Fausta…
Estaba libre de culpa y pena, y de repente excitado. Marqué el número de teléfono del psiquiatra y le dije que a las 3, 4 de la tarde podía estar en su casa. Me preguntó si había tomado todo el frasco y que tratara de tranquilizarme “que sin paz soñar es imposible. ¿No habrá hecho ningún plan para el fin de semana, no?” “No tengo plan para el resto de mi vida”, le dije, y colgué. Fausta estaba desencajada.
Enseguida apagué la computadora, guardé los papeles y me puse la campera. Me paré y Don Alfredo vino a decirme que estaba bien que me fuera, que me acostara, que me pedía un auto, pero apenas le hice una mueca y antes de partir rocé la mano de Fausta. “¡Te llamo esta noche para ver cómo estás!” escuché que gritó ella mientras yo iba en busca del ascensor.

Párrafo del segundo capítulo

-Yo quiero soñar, señor. Quiero que me lleve a los sueños que quiero. Quiero pasarme la vida soñando, y si es necesario, que finalmente la vida me termine soñando a mí. Que le sea imprevisible. Que en mañanas impetuosas de vacíos y desganos, imperativas en obligaciones vanas, yo esté en rincones nunca vistos remontándome en gigantes mariposas de colores ardientes. Que la vida discurra y no me encuentre. Mientras ordena el desenlace fatal de mi juventud, yo andaría cayendo por abismos y salvándome en manos piadosas para correr renovado por caminos de estelas brumosas. Iría sediento de aventuras breves y de seres risueños, desprovisto de tiempos y cálculos, sin porvenir ni pasado. Volaría echando los brazos hacia atrás y ensanchando todo lo posible el pecho, con la cabeza erguida y en puntas de pie. Sentiría enseguida que el piso me sobra, y flotaría un metro, dos, tres hasta volcar sobre unos de mis costados sin derrumbarme. Cobraría altura desplegando mis manos hasta que los dedos quedaran lo más lejos posible entre sí, de tal manera de no ofrecer resistencia al aire, que entre tanto ya ensayaría juegos con mi pelo. Mientras, mis piernas estiradas, casi se convertirían en una sola y concluirían en un extremo triangular de repetidos vaivenes.

Otro pasaje del primer capítulo

Mi vida era muy rutinaria, tenía horarios para todo: horario para levantarme, horario para ducharme, para el desayuno, para pasar por el peaje de la autopista, para fichar la entrada en la oficina, para fichar la salida, para cenar, para mirar TV, para acostarme. Y tenía horario para la diversión y el sexo: los sábados, de 15 a 17 jugaba al tenis con unos viejos amigos, y sábado de por medio, de 22 a 23, la misma prostituta me atendía en un antiguo departamento de cinco habitaciones descascaradas que compartía con otras mujeres ya grandecitas y algo abandonadas. Con mi elegida Jacqueline habíamos pasado por todas las piezas porque ella decía que al sexo lo mantiene vivo la variedad, pero en cada una estaban las mismas luces de colores que se encendían simultáneamente con sus falsos gemidos de placer. Nunca entendí cómo sucedían ambas cosas. Tal vez debajo de la almohada había una perilla que Jacqueline activaba mientras se sacudía, o quizá en algún lugar debajo de las sábanas estuvieran escondidas esas luces navideñas que tardan en calentarse y después le dan vida al arbolito, apagándose y prendiéndose. Porque es imposible por lo precario del establecimiento que se trate de un sistema inteligente que funcione reconociendo los tonos de voz.

martes, 7 de octubre de 2008

I Mi primer encuentro con el Che


-¡Ernesto, Ernesto, hay que escapar! Los bolivianos son muchos, y están los gurkas entrenados por Estados Unidos.
-¡¿Pero tú quién eres?!¡¿De dónde apareciste?!
-No importa, Ernesto, pero debes huir, los van a masacrar, ya no los apoya nadie. La Unión Soviética nunca lo hizo, y el pueblo boliviano ahora los ignora.
-¡¿Pero me puedes decir quién carajo eres?! ¡¿Quiénes son los gurkas?!
-No... gurkas no, rangers quise decir, los soldados bolivianos entrenados por Estados Unidos y la CIA.
El ruido de las balas era cada vez más fuerte en las inhóspitas postrimerías de la selva boliviana. Al escenario empobrecido con el paisaje ruin y el maltrecho grupo del Che, lo sobresaltaba la sordidez de frenéticos ritmos descompuestos en pólvora. Ernesto ya no podía seguir con la testarudez del avance, pero reagrupado con los dieciséis compañeros que le quedaban, resistía y no hacía lo que en Sierra Maestra se juró no hacer nunca: retroceder.
“Eso ya lo sé, tengo información. Son tropas especiales del ejército boliviano, y al frente está un capitán del ejército”, decía el Che con fastidio.
-Sí, se trata del capitán Gary Prado Salmón
-¡¿Pero...!

Me empecé a diluir y creí entender que el Che me trataba de espía. Comenzaron a desfilar rostros y paisajes, y el sepia pasó a envolver y a dejar sin matices la fugacidad con la que aparecieron imágenes triviales de la realidad cotidiana. Ni en los misterios ni en las fantasías del sueño, ni siquiera de mentira puedo demostrar algo de valentía. Ante el inminente peligro siempre cometo la cobardía de refugiarme en la vigilia. Me despierto, y lo peor es que me siento aliviado. Pero cuando este tipo de sueños ocurren, esa tenue felicidad de descubrirme a salvo tapado hasta la barbilla se convierte de a poco en desazón. Comienzo a añorar la fantástica aventura a la vez que voy tomando conciencia de que me aguarda otro día previsible, una exacta fotocopia de ayer y un anticipo completo de lo que será mañana.
Aquel día que tomó su curso tras el primer sueño con el Che, fue especialmente intolerable. La pasé pensando en ese hombre ingenuo y santo, que rompió con un beso en la frente de su madre el certificado de bienestar firmado por su apellido compuesto, y que después hizo más o menos lo mismo apagándose privilegiados calores del poder revolucionario cubano. Y yo yendo al seguro trámite de mi día, a completar horas vacías que me redondeen la subsistencia en recibo a fin de mes. Qué vidas tan distintas las del Che y la mía. El tuvo asma y yo también tuve siempre. Yo lo usé de excusa y él de musa.